“(…)
este país de
todos los demonios
en donde el
mal gobierno, la pobreza
no son, sin
más, pobreza y mal gobierno,
sino un
estado místico del hombre,
(…)
De todas las
historias de la Historia
la más
triste sin duda es la de España
porque termina mal. (…)”
Y así fue, la República y su vocación reformista y democratizadora acabó mal. Durante los primeros años trataron de cambiar la cara a este país sumido en una crisis general que arrastrábamos desde finales del siglo XIX y que, como decía Manuel Azaña, “la República no podía dejar las cosas como las halló”, y es que las condiciones de vida de la clase trabajadora y la sangrante desigualdad social existente no permitían más dilaciones; era fundamental también acometer esa reforma agraria reclamada desde hacía siglos y demandada angustiosamente por esas gentes del sur peninsular tan pobres y abandonadas por el poder político; además, era necesario llevar la cultura a los pueblos, hasta entonces convertidos en reductos de marginación y oscurantismo, e impulsar una educación pública de calidad, que acabasen con el analfabetismo y facilitasen el progreso; así mismo, se planteaba la necesidad de dotar de derechos políticos y sociales a las mujeres de este país y establecer un modelo de estado aceptado por todos, entre otras muchas cuestiones perentorias que se habían ido aplazando sin darles solución.
Todas ellas eran acciones loables y que requerían un enorme esfuerzo y unidad de acción, ya que aparte de los recursos y energía necesarios y de encontrarnos en un momento de crisis mundial, había que doblegar la oposición a los cambios por parte de aquellos que trataban de mantener el orden social y los privilegios de los que gozaban secularmente y de aquellos otros que trataban de impulsar una revolución que impusiera un dominio diferente, pero igual de despótico e injusto. Los socialistas y los partidos republicanos, de derecha e izquierda, podían haber dado la solidez a la República para acometer esa ingente labor, pero unos y otros se verán superados por las posturas más radicales tanto dentro de sus agrupaciones como fuera de ellas. La situación de crisis internacional y la radicalización política a nivel mundial tampoco ayudó, y las democracias se vieron acuciadas por los autoritarismos tanto de derecha como de izquierda.
Al final, tanto tiraron unos y otros
de la cuerda que esta se rompió y, como siempre, por la parte más débil, la de
la sensatez, la moderación, el diálogo y el bien social; así, finalmente,
vencieron los de siempre, los que habían tenido secularmente el poder político
y económico, e impusieron sus valores y su dominio “a sangre y fuego”, como decía Manuel Chaves Nogales en esa
excelente obra, en la que nos pone en guardia contra los radicalismos de todo
tipo y que animo a todos a leer.
La guerra fue dura, pero la
dictadura franquista fue una terrible losa, que impuso su relato e impulsó el
miedo a reabrir las heridas de la guerra durante la Transición y con
posterioridad, quedando sin cerrar este trauma nacional, que como consecuencia
resurge periódicamente.
En la actualidad, volvemos a estar
en un momento de crisis en los que los radicalismos resurgen con fuerza; pero,
lo más preocupante es que estos cada vez tienen mayor protagonismo en los
partidos que deberían mantener la estabilidad democrática en España, poniendo
en peligro nuestro propio sistema de libertades, buen ejemplo de ello lo
tenemos en la campaña electoral madrileña, donde los exabruptos verbales
parecen dar rédito político, pero sin darse cuenta que con ello erosionan los
pilares de nuestra democracia.
Por eso, hoy, es más importante que
nunca seguir trabajando por la tolerancia, el diálogo y la democracia,
arrinconar a los radicales e intolerantes, y conseguir para nuestro país esa
primavera democrática, de justicia social y de progreso con la que soñaron
aquellos reformistas de los inicios de la Segunda República, y que impidan que
nuestra historia siempre acabe mal.
Sebastián Merino Muriana
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