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miércoles, 8 de septiembre de 2010

Esquilache, el preferido de Carlos III

Procedente de una familia humilde, su inteligencia pronto llegó hasta los oídos de Carlos III, quien, como premio a su brillante carrera, lo nombró marqués de Esquilache a mediados del siglo XVIII. En la península Ibérica desarrolló lúcidas reformas, pero no logró el apoyo popular.
En octubre de 1759 desembarcaba en Barcelona, procedente de Nápoles, el nuevo rey de España, Carlos III de Borbón. El fallecimiento sin descendencia de su hermanastro Fernando VI y la habilidad de su inteligente madre, Isabel de Farnesio, habían provocado tal nombramiento. Junto al flamante monarca llegaba el Despotismo Ilustrado y un equipo de hombres relevantes, en su mayoría italianos, sobre los que destacaba el eficiente marqués de Esquilache.
Nacido en Messina (Sicilia) hacia 1700, dio desde joven una buena muestra de sus actitudes para la economía llegando a trabajar como contable en la casa de Berretta. Más tarde entró al servicio del futuro Carlos III realizando una eficaz tarea en las cuestiones aduaneras del reino napolitano. Tras la elección del Borbón para el trono de España, fue uno de los primeros en ser incorporados al equipo de Gobierno que acompañó al soberano en su difícil reto hispano.
Esquilache se convirtió en el personaje clave del Gobierno Carolino. Su responsabilidad abarcó los ministerios de Hacienda, Guerra y Justicia, en los primeros años del reinado. Favorito sin discusión de Carlos III, no había asunto concerniente al Estado que no pasara por sus expertas manos; esto le granjeó envidias y enemistades entre los rancios nobles españoles. No es de extrañar que pronto nacieran las intrigas para eliminar al incómodo marqués, quien, al margen de los comentarios, emprendió numerosos programas para que Madrid se rehabilitara como capital propia de su rango. Los proyectos de higiene, empedrado o iluminación de las calles comenzaron a dar sus frutos. Sin embargo, la creciente carestía de vida y el rechazo hacia los ministros extranjeros del rey, fomentado por dolidos aristócratas y obispos, truncaron las buenas acciones de un Esquilache dedicado en cuerpo y alma a remozar la imagen interna y externa del país.
El 20 de marzo de 1766, domingo de Ramos para más señas, se hizo público un edicto por el que se prohibía la utilización del "chambergo" o sombrero de ala ancha, además de la tradicional capa larga. Se indicaba también en este documento, que desde entonces los ciudadanos deberían utilizar capa corta y sombrero de tres picos, a la usanza europea del momento. Esta orden se impuso tras haber prohibido los juegos de cartas y las armas de fuego, dado que en esos años la delincuencia era una constante en las calles de una ciudad demasiado oscura.
Tanta merma en las arraigadas costumbres patrias desató la ira de los madrileños, que arrancaron con furia los bandos repartidos por las calles, colocando en su lugar otros que amenazaban a los gobernantes foráneos. En cuestión de horas, muchos ciudadanos se embozaron con capas y sombreros presentándose ante los cuarteles y retando a los alguaciles y soldados. En la calle Antón Martín se produjo el primer choque cuando dos agitadores gritaron "¡no me da la gana!" ante la petición de los militares para que se despojaran de los ropajes censurados. En escasos minutos unos 6.000 madrileños cubrieron las calles destrozando los recién implantados faroles y todo lo que supiera al progreso pretendido por Carlos III y su querido Esquilache; la casa de éste fue desvalijada, así como la de otros italianos del Gobierno real. Al día siguiente el número de amotinados se dobló, enfrentándose a la guardia valona, que no reparó en plomo tratando de contener la marea humana.
El trágico resultado fue de 10 muertos en cada facción. El movimiento no tuvo líderes claros, sí en cambio portavoces como el padre Cuenca, quien se presentó ante el rey con un listado de peticiones a las que Carlos III no se pudo negar. Una de las demandas exigía la destitución del marqués de Esquilache y su destierro, hecho que se produjo el 27 de marzo, cuando el incomprendido hombre de estado partió con toda su familia hacia Cartagena, donde embarcó con destino a Nápoles. Poco a poco, la situación se fue calmando gracias, en buena parte, a la mesura y equilibrio demostrados por Carlos III; atrás quedaba la primera etapa de su brillante reinado. El soberano supo entender que España era diferente. Los extranjeros dieron paso a nobles españoles como los condes de Aranda o Campomanes, que acertaron en la conducción de un Gobierno siempre complejo. Por fortuna ese año llovió, favoreciendo una buena cosecha y la rebaja de los precios. Las prendas de la polémica fueron relegadas al olvido, más por moda y convencimiento que por obligación.
Leopoldo Gregori disfrutó de una espléndida vejez y de una sólida fortuna en la república serenísima de Venecia, lugar donde falleció a la avanzada edad de 85 años. Posiblemente, su último pensamiento no fue para esa España que tanto le había reprobado su filosofía de progreso.
Autor: Galland
Tomado de: http://www.mundohistoria.org/

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